José Vidal
La masacre
de Charlie Hebdo y la discusión posterior puede compararse a la llamada violencia
de género.
En mi barrio vivía una
chica de unos quince años que llamaba la atención por su particular
belleza. Una vez ocurrió que un hombre la atacó y la violó. Recuerdo un
comentario que escuché de una vecina y que, siendo yo un niño, me resultó
traumático: “Ella provocaba por andar así pintada”. Había en esa frase una
justificación de ese horrible acto. Lo performativo de ese tipo de frase
consiste en crear las condiciones de posibilidad de esos hechos.
Lacan nos
muestra que el perverso oculta su goce transformándolo en el goce de un gran Otro,
se dirige al goce de Dios. Se trata de ser un instrumento. Y ese Dios bien puede
tomar la forma de prejuicios sociales como el que esa mujer garantizaba, o una
religión. En el fondo de toda religión está la represión de las pulsiones y lo
sagrado surge de lo que queda excluido del significante. Aquella linda chica tenía
“merecido” lo que le había ocurrido por avanzar sobre lo prohibido.
Ese tipo de
comentarios flota, circula, no se dice en voz demasiado alta, es un murmullo,
pero tiene una potencia extraordinaria. Esa mujer y el violador se ubicaban, ambos, como instrumentos de Dios.
El
psicoanálisis viene a
mostrar la estructura íntima de ese orden.
Luego, a lo
largo de mi vida, he escuchado muchas frases por el estilo destinadas a
habilitar un sin fin de atropellos.
Durante la
última dictadura militar argentina, por ejemplo, se escuchó mucho decir “Algo
habrán hecho” para referirse a los desaparecidos, muertos y torturados, con la
base de una teoría que se llamó “de los dos demonios”: Como hay un exceso de un
lado, como el exceso de rímel de mi vecinita, se justifica el asesinato, la
violación, el abuso, el terror, del otro.
Luego del
asesinato de los dibujantes y editores de Charlie Hebdo, se ha escuchado con
insistencia que ellos, los dibujantes y responsables de la revista, habían “provocado”,
con su irrespetuosa manera de mostrar a Mahoma, que una patota los fusilara. Es
una frasesita, como dice muy bien Marie Helene Brousse, que se agrega a la
respetuosa condena al asesinato, un “pero… “, “está muy mal pero… ellos
blasfemaron, insultaron, se metieron con los musulmanes, fueron irrespetuosos”.
Se establece una equivalencia entre una caricatura y una metralleta.
Creo que hay
que poner en serie a esos tipos que portan sus Kalashnikov en los distintos
escenarios donde aparecen, sea en México, donde asesinan a 43 estudiantes, en
París masacrando a Charlie, o en Córdoba cuando fuimos aterrorizados por grupos
vandálicos para-policiales hace un año: no interesa su religión, la ideología,
o las necesidades económicas sino la voluntad de goce dirigida a la angustia
del otro con el uso de la violencia y la amenaza.
Kalashnikov
murió hace poco, cubierto de honores. El arma que él inventó, el fusil de
asalto AK-47, es la más vendida del mundo, con ochenta millones de unidades
fabricadas y es la preferida por las guerrillas y los carteles de la droga. Son
esas armas las que usaron los hermanos Kouachi y su gavilla.
Hay una
suerte de fetichización de las armas, especialmente de las armas de guerra. Lo
he escuchado en mi consultorio con alguna frecuencia: arma larga o arma corta
se hacen representantes fálicos en el inconsciente. Y la religión viene ahora
muy bien para fascinar a tipos como los Kouachi para poder, aparentemente
justificados por la blasfemia, finalmente usar sus AK-47. ¿Quién se las puso
entre las manos? ¿No debería ser ése el tema de interés en todo esto?
Hay una
vinculación entre el tráfico de armas, el de drogas, de las personas y el del
dinero. Los bancos lavan el dinero del narcotráfico y lo reintroducen por la
venta de armas. El residuo del capitalismo emerge en un lado y otro como un
goce que no para de pasar por debajo de la mesa. Y los matones y barrabravas, no
importa de qué signo, están para generar la idea de la necesidad de más armas,
de más seguridad, de más control. Es el fundamento del estado de excepción
generalizado que Agamben nos ha hecho ver tan claramente.
Ser
psicoanalista no permite estar del lado de los terroristas. El miedo, la
amenaza, la seguridad como estrategia política de los estados, van en contra
del marco de libertad de palabra que exige el psicoanálisis y su práctica.
Miller evoca
cierta escatología de Ernest Jones: “en sus verdes años, el psicoanálisis tenía
afinidad, y recíprocamente, con el espíritu de la banda de Charlie” dice.
Es de
suponer que esa escatología de los pioneros tenía que ver con esa audacia de
Freud de encontrar en el psicoanálisis un instrumento de liberación de una
palabra amordazada. Recordemos que Freud no fue muy apreciado por el conjunto
de la sociedad, y especialmente por sus colegas, cuando propuso que había una
sexualidad infantil, que existían deseos incestuosos, que la neurosis se debía
a una dificultad en la tramitación de las pulsiones sexuales. “… yo fui durante
diez años el único que se ocupó del psicoanálisis, y todo el disgusto que el
nuevo fenómeno provocó en los contemporáneos se descargó sobre mi cabeza en
forma de crítica” evocará Freud.
Es cierto
que, pese a la indignación que provocaba no alcanzó para que lo fusilaran como
ocurrió con el comité editorial de la revista satírica. Pero si hubiera
sucedido es posible que algunos agregaran esa frasecita que observa Marie
Helene Brousse, “pero él también provocaba”.
La
histérica, con sus síntomas en el cuerpo, representaba en los verdes años que
evoca Miller un desafío para el discurso médico. Y el propio Freud se sintió
sorprendido al ver que Charcot y sus colegas sabían que en la etiología de los
síntomas histéricos estaba “la chose genitale” y que, sin embargo, se rehusaban
a avanzar por ese camino, a investigar, a interrogar. “Sé que por un instante
se apoderó de mí un asombro casi paralizante y me dije: Y si él (Charcot) lo
sabe, ¿por qué nunca lo dice?” Hay cosas que no se pueden decir, le dirían
ahora a Freud como a Charlie.
El
psicoanálisis nace en el momento en que Freud se decide a ceder la palabra a
las histéricas que, mediante sus síntomas, denunciaban la hipocresía imperante
en la sociedad. Tal vez la misma hipocresía contra la que se rebelaba aquella
niña de mi barrio con su rímel. Sería bueno que el psicoanálisis en su edad
madura no olvide ese gesto inaugural que le dio existencia.
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