José Vidal
De niño, durante las clases de religión, yo permanecía en el
patio de la Escuela con los que no éramos católicos. El grupo era muy pequeño,
Nachi, judío, mi mejor amigo, que murió trágicamente a los catorce años,
Leticia y su hermano, declarados ateos, Sara, también judía y yo, que no sabía
qué decir.
No participar de las clases del Cura Andrés era una decisión
de mis padres, de modo que era el ejercicio de un derecho. Ellos no me habían
explicado mucho cuáles eran mis creencias religiosas pero había escuchado decir
a mi padre “No profeso”. El hecho era que estábamos fuera, en el patio de la
Escuela, y era bastante difícil en
aquellos tiempos, y creo que ahora continúa así, explicar qué significa “No
profeso”.
Respecto al Orden social imperante en la época, el orden
católico, los ideales que fundaban la familia cristiana y la moral de
occidente, nosotros, los del patio, estábamos justo en el borde. Más allá de ese borde estaba la
calle, es decir, donde se ubicaban los que no tenían derechos, los que no
podían estar en la Escuela.
En esos bordes hemos permanecido Sara y yo que continuamos, más
de cuarenta años después, siendo amigos fieles y entrañables y compartimos
además, no sé si esto es un resultado obvio de estar en aquel patio, la pasión
por el psicoanálisis.
El psicoanálisis, respecto al orden del mundo, y por su
estrecha relación a lo real, siempre está en el borde. Subversivo, dice Lacan[1], para
distinguirlo del Ideal revolucionario.
Deleuze [2]busca los
orígenes de esta operación excluyente y segregativa de los ideales en Platón,
el platonismo es el comienzo de una ascensión al cielo de los Ideales.
Como es sabido, el platonismo, o mejor, la lectura cristiana
de platonismo, acepta la pureza y la perfección de la Idea elevada al cenit
mientras que nosotros, en la superficie de la Tierra solo podemos conocer las copias de la Idea. De modo que, mientras
más cerca una cosa está de la Idea, mientras más se le parece, es más perfecta
y, mientras más se aleja, la copia va perdiendo pureza, se va haciendo más
imperfecta.
Los que estábamos en los bordes éramos malas copias de la
Idea de Hombre hecho a imagen y semejanza de Dios. Y las mujeres peores aún, ya
que ni siquiera eran Hombre. Luego, más
allá del borde representado por el alambrado de la Escuela Matienzo, estaban
los que ya ni malas copias eran, los simulacros.
Deleuze nos muestra
que ese orden es aristocrático, es un modo de selección de las copias.
Mientras más se parece uno a la Idea, como era el caso del padre Andrés y las
familias que se colgaban de su sotana,
mejor es la copia. Mientras más se aleja, peor. Y cuando ya no hay
manera de parecerse, es un mero simulacro de hombre. De modo que el gobierno de
lo social está en manos siempre de las buenas copias.
Mi padre debía ser, sin saberlo, Nietzscheano, porque lo que
parece haberse jugado allí es esa inversión del platonismo que se inicia con
Nietzsche.
Desde aquellos tiempos todo ese idealismo no ha parado de
desmoronarse.
En la nueva era todo aquello que estaba en el cielo cae. Y
cae en caída libre, como si esa caída no fuera a terminar jamás. No cae de una
vez y para siempre sino que, como un Tetris universal, es una precipitación
constante.
La era de la ciencia y el capitalismo toma la forma del
vértigo con el que vemos descender todo aquello que parecía fijado en el cielo
Caída de los ideales, declinación del Nombre del Padre, los
grandes relatos colapsan, cae el muro de Berlín, se derrumban las Torres
Gemelas, renuncia el Papa, las fronteras se disuelven, las bolsas se desmoronan.
La hipermodernidad se regodea en el descenso, en el venirse abajo del orden del
mundo. Es hipnótico.
Pero en esa fascinación descuidamos algo esencial y es que
eso que ahora se desmorona alguna vez
ascendió.
El mundo, lo que sería la superficie, que no es otra cosa
que el sentido, parece determinado por fuerzas ocultas. Unas del cielo y otras
de las profundidades. Las de las profundidades son bastante conocidas, es lo
que Lacan llama lo in-mundo, nuestras fantasías inconscientes, nuestras
pulsiones sexuales y agresivas.
Las otras son los ideales ascendidos al cielo, ajenos al
mundo.
Nos acostumbramos a pensar que el orden del mundo depende de mantener a raya a los demonios en el nombre
de los ideales, lo que hemos llamado el orden simbólico. Es decir, en el Nombre
del Padre las pulsiones se domestican y dejan un resto de culpa, gula del superyó.
La cantinela sobre la caída de los ideales toma el carácter
de una amenaza: si permitimos que los ideales caigan, el mundo se va a terminar
y el reino de caos se apoderará de nuestra existencia.
Son infinitos los esfuerzos por detener la caída. Hemos
visto al fascismo, al socialismo estalinista, a las dictaduras
latinoamericanas, intentar volver a ascender los ideales, crear una nueva
moral, o sostener la antigua con consecuencias devastadoras.
Ahora parece ser cierto islamismo el que se propone como el
pilar que detendrá la caída en picada del Nombre del Padre y el procedimiento,
clásico, es la represión de las mujeres.
El nuevo Papa es mostrado como un reformador, que toma el
ómnibus en lugar de la limusina, que viene a detener el derrumbe inminente de
la iglesia Católica.
Todo eso no es nuevo.
Tememos al desorden. Y partimos del postulado,
presente también en el psicoanálisis de una manera solapada, de que lo simbólico ordena lo real.
Pero ¿No debemos finalmente preguntarnos si en verdad ese
simbólico realmente ha sido un ordenador? ¿No es posible que lo real jamás haya
respetado ese orden y que simplemente haya quedado oculto, clandestino,
silenciado, disimulado por un orden simbólico que solamente hacía posible el
dominio de aquellos que se constituyeron en sus guardianes? ¿No es el sentido
nada más que un efecto de lo real?
Pongamos por ejemplo a la familia, que tan central ha sido
en la teoría psicoanalítica, que ha hecho del
complejo de Edipo una suerte de normalidad. Es, sin duda, un ideal. En
el cielo de los ideales, bendecida por la iglesia y sancionada por el Estado,
la familia patriarcal, fundada en la sumisión, represión y anulación de la
mujer y del goce, ha sido por siglos un referente del Bien. Y aquellos que se
apartaban de ese referente, las madres solteras, los hijos bastardos, los
homosexuales, los infieles, los solteros, las viudas, los divorciados, los
vueltos a casar, han sido insultados, perseguidos, castigados, segregados y
considerados anormales, sucios, perversos, enfermos mentales y hasta
demoníacos, peligrosos para el orden social.
Los guardianes de los Ideales oficiaron, y todavía lo hacen,
de policía del buen sentido de las cosas.
El buen sentido es la familia del padre proveedor y
protector, la madre nutricia y los hijos con las identificaciones adecuadas
según su sexo. Todo el edificio diagnóstico se sostiene ahí.
Pero debemos preguntarnos, y esto nos interesa
particularmente en el psicoanálisis ¿Realmente el Ideal de familia ordenaba lo
real? Lo que empujaba desde las profundidades, las pasiones, las pulsiones ¿se
ordenaba con la familia patriarcal o solamente se ocultaba, se silenciaba, se
clandestinizaba? ¿La perversión fue menor en la familia centrada en el padre y
el falo? ¿No se verifica ahora, con la caída, que muchos curas eran abusadores,
que muchos padres de familia lo son, que la homosexualidad estuvo siempre
presente pero oculta, que las maneras de vivir la sexualidad son de la
singularidad de cada sujeto más allá de todas las prohibiciones? ¿Alguna vez la
familia fundada en el padre, en la pareja heterosexual, evitó el trauma sexual
de la infancia de los hijos?
El matrimonio igualitario ya existe, y va a existir en el
resto del mundo y no ha sobrevenido ningún caos. Al contrario, vemos surgir una
dignidad en la vida de muchos a los que les estuvo siempre negada.
Con esto no hacemos una apología de la libertad emparentada
con la locura. No se trata de la esquizofrenia, porque eso también existe. Sin el
sentido no nos queda más que una fragmentación infinita. Pero en cambio, si
pensamos que el sentido es un efecto de lo real, podemos imaginar nuevos
sentidos, vamos hacia la invención: inventar algo nuevo allí donde el Nombre
del Padre se revela como ficción, pero no para renovar la ascensión a las
alturas, a la pureza de las ideas. Por el contrario no se trata de La Idea, de
los universales, sino de los simples sentidos, singulares, en la superficie,
posibles para cada uno sin jerarquía.
Hay una práctica del psicoanálisis que se deriva de esto: la
confianza en la invención singular, la novedad que en cada uno puede surgir
para hacer con ese sentido una oportunidad inédita. Dicho en otros términos no
hay un solo sentido para todos, no hay el buen sentido, sino lo múltiple, lo
diverso, y en cada caso ese sentido, efecto de lo real, deberá demostrar su
utilidad social, su capacidad de organizar la subjetividad y el lazo social.
¿Qué pasa si permitimos que el antiguo orden del mundo caiga
de una vez, si dejamos de evitar su fatal desmoronamiento y esperamos a ver qué
novedad puede venir?
... será necesario asumir la contingencia y dejar de esperar las conocidas escenas servidas y tan bien custodiadas por los "marines de los mandarines" como dice la canción.
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